domingo, marzo 28

¿De qué planeta viniste, Gary?


Sé que utilizar la frase con la que Víctor Hugo Morales inmortalizó a Maradona, luego de marcar el segundo gol a los ingleses en México ’86, es un exceso. Pero hay ocasiones en que el entusiasmo se desborda y manda al criterio a darse una vuelta por la plaza a mirar si está lloviendo. No sé cuántas veces he visto y vuelto a ver, esta mañana, los goles de Gary Medel a River, sobre todo el segundo. No sé cuántas veces la piel se me ha vuelto de gallina, en lo que, sin duda, es una linda ironía del destino.

¿De qué planeta vino Gary? ¿Dónde compró todo ese coraje y esa garra que lo rodea a la manera del aura? Nunca antes un jugador chileno había marcado dos goles en un clásico River/Boca. Lanzo el dato a la columna a sabiendas de que no le hace justicia a la estatura del jugador. Con la camiseta xeneize ha anotado 7 tantos en 24 partidos, lo que para un volante defensivo es un registro poco usual. Pero también sé que la estadística no sirve para hacerle un retrato fiel. No alcanza. ¿Quién podría quedar satisfecho con la explicación de que el mar es una gran masa de agua?

Los argentinos están locos con este otro “shileno” (el primero, ya saben: el gran señor Marcelo Salas). No es fácil que se impresionen. Menos Diego Armando Maradona quien ha dicho que si Medel fuera argentino ya lo tendría en la Albiceleste. Es que no sólo hizo los dos goles del clásico. Viene jugando bien hace rato y el jueves borró del mapa al Muñeco Gallardo, quien, a la primera de cambio, y sudando impotencia, quiso arrancarle el dedo de un mordisco.

Es que es un futbolista atípico. Insisto, ¿de qué planeta viene, Gary? La cuestión a los argentinos ya les venía intrigando hace un tiempo y los confundía (o los confunde). Para ellos no es Medel, sino Médel. Y aunque al mismo Víctor Hugo Morales le pasaron el dato de que el propio jugador había dicho que era Medel, él sigue llamándolo Médel. ¿Por qué? Suena mejor, dicen del otro lado. El Médel le da al barriobajero ex volante de la UC una impronta de actor de cine o de jugador inglés: Gary Médel.

Y a lo mejor es cierto y por ahí ni Gary lo sabe. Quizá hasta tenga sangre de los pueblos bárbaros del norte de Europa y eso explica que sea un celador implacable, un perro de presa, un gladiador al que resulta más fácil imaginarlo muerto que rendido. Yo no recuerdo otro jugador en Chile con las características de Gary Medel. El otro día alguien me decía que Raúl Elías Ormeño estaba en una cuerda parecida. Que incluso Meléndez en sus mejores días no tenía nada que envidiarle. Con todo respeto, ni uno ni otro están a su altura: por despliegue, por velocidad y por ese olfato de gol tan impropio en un jugador cuya función es destruir.

¿Cómo se hace un jugador como él? Yo no lo tengo claro. No hay en Chile un referente y diría que hasta en Argentina es difícil encontrarle un símil. Una vez leí una declaración suya diciendo que de no haber entrado al fútbol habría sido narcotraficante o delincuente. ¿Habrá que buscarlos ahí? No creo. Jugadores como él son una casualidad, una jugarreta del destino. Ojalá en Sudáfrica podamos aprovecharlo y no termine en las duchas antes de tiempo enfriando su carrera y las ilusiones chilenas.

viernes, marzo 19

Viaje al corazón del tsunami

A cuatro días de la tragedia, el periodista y escritor Marcelo Simonetti y el fotógrafo italiano Lorenzo Moscia recorrieron la costa central de Chile que sufrió los embates del maremoto. En medio de las réplicas y de los muertos que seguían apareciendo recogieron estas historias de una herida que demorará mucho tiempo en cicatrizar.

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Cuando subimos al segundo piso, por una escala estrecha, de madera, la vemos. El miedo se le ha quedado en la cara dando vueltas como una mosca molesta. Intentamos un saludo. “Es sorda”, advierte la nieta, Fidelmira (55). Está ahí, postrada, con varios almohadones en la espalda y un par de plátanos, tres duraznos, un yogurt, sobre el velador. Desde la pequeña ventana se puede ver el mar y parte de la famosa Piedra de la Iglesia, 60 metros de pura roca. Ella no se puede mover. Hace un lustro pisó un choapino, resbaló y cayó al suelo. En la posta le dijeron que se había quebrado la cadera y que a sus 95 años ya no podría mantenerse en pie. Desde entonces, la posición habitual de Agustina Jaramillo (99) es esa, arropada en la cama, con el cuerpo medio doblado como si intentara hacerse un ovillo. El miedo en la cara es reciente. Tres días antes el mar estuvo a punto de tragársela.

El miércoles 2 nos habíamos puesto en marcha. Cargamos el tanque del auto y, luego de buscar bidones para la reserva de bencina, salimos hacia el sur. Nos habíamos cansado de asomarnos a la catástrofe como si fuera un reality más en la parrilla de televisión. Intuíamos que la realidad tenía otros dolores, otras heridas, más allá de las que aparecían en los especiales de prensa. ¿Quién podía asegurarnos que eso había ocurrido tal como se emitía en televisión? ¿Quién podía asegurarnos que era verdad la imagen de Amaro Gómez Pablo preguntándole a un señor que se llevaba una lavadora si acaso eso no era un robo? ¿Por qué teníamos que ver a esa periodista de televisión que despachaba luciendo sus mejores pilchas como si fuese a desfilar en la pasarela de la moda de Milán?

Todavía no entendíamos muy bien qué era lo que pasaba. O quizá, por qué estaba ocurriendo lo que sucedía. Del desconcierto inicial de esa madrugada estrepitosa no habíamos salido del todo. No era para menos: supe de dos personas que creyeron que se había desatado un tornado y de otra que, al ver los destellos lumínicos en mitad de la noche, pensó que nos invadían los ovnis. Pero conforme los días transcurrían la confusión no se disipó: ¿Qué organismo no había informado de la posibilidad de tsunami? ¿Cuántos muertos totalizaba realmente la suma de cuerpos? ¿Por qué los militares demoraban en ser desplazados a las zonas de catástrofe? A esas preguntas respondían los letreros que la gente ponía en la calle y que, en la entrada de Constitución, se repetían cada quinientos metros: “Tenemos hambre”, “Necesitamos leche, pañales y agua”, “Hay doce niños que no han comido”. Ese era el diálogo que había entre las víctimas y las autoridades.

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El afiche de El Pianista, la película de Roman Polanski, en el que se ve a Adrien Brody caminando por una ciudad bombardeada, perfectamente pudo grabarse en la “nueva” Constitución. El día en que bajamos a la playa, desandando la ruta que había tomado el mar, lo que vimos fue una zona de guerra. No sólo eran las casas reducidas a escombros, los autos aplastados, las algas colgando de los postes tumbados, los zapatos de alguien que quizá no pudo arrancar. La muerte estaba demasiado fresca como para no sentirla. Luego nos dirían, una y otra vez, que lo que se les había venido encima no había sido el mar, sino un monstruo. Lo dirían con un suspiro de espanto. Ese monstruo, al menos en la zona de la playa y los alrededores, se lo había tragado todo. Hasta el viernes antes de las 04.00 de la mañana aquella era una zona que bullía de vida por la noche: pubs y restaurantes llenos. Alguien pasó alertando que el mar se había recogido. La gente huyó despavorida. A Fidelmira, Mirta (74) y Agustina no fue necesario ponerlas sobre aviso. “Sabíamos lo que se venía después de un terremoto como ese”, dice Mirta, mientras aviva el fuego que hizo en el suelo para calentar un poco de agua.

Las tres vivían en Toltén para el cataclismo del ’60 en Valdivia. Aquella vez no podían tenerse en pie. Huyeron gateando mientras la casa se les derrumbaba. Nunca pensaron volver a vivir algo igual. Mientras Mirta cuenta los detalles y su hija asiente apoyada en el dintel de la puerta, Agustina es una ausencia extraña. De tanto en tanto aluden a ella y miran hacia el cielo. Como si ya se hubiera ido a la otra vida. Como si no creyeran que ese cuerpo que yace en la cama del segundo piso siguiera respirando.

Entonces, en un momento, el relato de Mirta se hace ininteligible. Solloza. Fidelmira se lleva la mano a la boca y baja la vista. El agua comienza a hervir en la olla tiznada por el fuego. Mirta se toma un respiro y sigue: “Nos habían dicho que si había un sismo fuerte el mar se iba a salir. Estábamos solas. Solas y asustadas. No podíamos mover a mi viejita. Así es que tuvimos que despedirnos de ella antes de arrancar. Le di un beso en la frente, lo mismo hizo mi hija, la abrazamos y le dijimos cuánto la queríamos. Y nos fuimos, sabiendo que podía morir ahogada. La dejamos sola, señor. Nos fuimos al cerro pensando que ella se iba a morir”

El agua entró con violencia. Quienes lograron ver cómo irrumpió, dicen que cubrió hasta la mitad la Piedra de la Iglesia, para luego caer sobre los bares y pubs de orilla de playa y sobre la casa de Agustina, Mirta y Fidelmira. El agua se estrelló contra el segundo piso de la casa. Aún se puede ver la marca que dejó en una de las vigas. Sin embargo, milagrosamente, nada le pasó a la mayor de la familia Jaramillo. La Piedra de la Iglesia funcionó como rompeolas y evitó la muerte de la casi centenaria Agustina. Cuando Mirta y Fidelmira regresaron, estaba ahí, protegida con las ropas de cama, con el miedo pegado a la cara, con sus 99 años más vivos que nunca.



A medida que las horas pasaban, la radio y la gente iban haciendo familiares lugares que antes sonaban raros al oído: Pelluhue, Curanipe, Dichato, Cobquecura. Salimos de Constitución rumbo a Pelluhue, la ciudad en donde el fotógrafo Roberto Candia inmortalizó al hombre de la bandera. Camino al sur, a cinco kilómetros de Constitución, una pequeña caleta asomaba como un pueblo fantasma. A las siete de la mañana no se veía un alma en Pellines. A los pocos minutos, la gente comenzó a bajar de los cerros. El pueblo entero, unas veinticinco familias, había dejado sus casas para vivir varios metros por encima del nivel del mar, en mitad del bosque. No sólo estaban en shock por el tsunami. También por el futuro. ¿Qué hace una caleta de pescadores cuando la desgracia llega en forma de una gran ola y destroza sus botes y se lleva todas las redes? No es fácil para un pescador que ha vivido del mar toda la vida reinventarse y salir el lunes a trabajar la tierra o contratarse como maestro de la construcción.

Si en las afueras de Constitución los damnificados reclamaban por leche, agua y pañales, los habitantes de la caleta Pellines pedían ser considerados. “No existimos. Hablan de Constitución, Pelluhue, Curanipe, y a nosotros nos saltan. Nadie habla de lo que pasó acá”. Para colmo, cuando la barcaza Rancagua -que había salido de Valparaíso con 140 toneladas de víveres, agua y combustible- ancló frente a la caleta para entregar la ayuda, dos de los zodiacs se pincharon en la faena y un tercero se volcó. Los pescadores echaron mano al único bote que había sobrevivido a la tragedia para salvar la emergencia.

No hubo muertos en Pellines. Pero la indiferencia en medio de la desgracia les dolió casi tanto como el tsunami.

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A casi una semana de la tragedia, el trabajo en Pelluhue era intenso. Algunos de sus habitantes bajaron a la playa a rescatar cualquier trozo de madera que les sirviera para reconstruir sus casas. Todas las manos eran útiles para esa labor, incluso las de Cristóbal Vásquez. Carga en sus hombros una viga que parece demasiado grande para sus 7 años. De su casa no queda nada; de la de su tía Gerarda, apenas el cuarto de baño. El mar se las llevó: a la casa y a su tía Gerarda, quien no quiso arrancar. “No va a pasar nada”, les dijo a quienes le fueron avisar que el mar se recogía. Minutos después ya no estaba.

En la playa grande los equipos de bomberos trabajaban en la búsqueda de cuerpos. Habían venido de otras ciudades a ayudar en la tarea. El primer día el paisaje era desolador. Marcos Núñez (38), de la Segunda Compañía de Bomberos de Cauquenes, llegó cerca del mediodía a ayudar en las faenas de rescate. A los pocos minutos encontraron los restos de una mujer de 40 años que el mar lanzó a la orilla. Ese día hallaron siete cuerpos más.

La versión de un compañero suyo que esa noche estaba en Pelluhue resulta dramática. Vacacionaba en una casa en la parte alta. Luego del terremoto pudo ver cómo una caravana de autos, proveniente de la zona norte –donde están las discoteques-, enfilaba hacia el pueblo. La luz de la luna llena hizo más clara la escena.

-Los autos venían muy cerca unos de otros. En un momento hubo un griterío terrible. La ola estaba casi encima de ellos. Luego el silencio y el ruido de los autos haciéndose pedazos por la fuerza de la ola –cuenta.

Esa mañana un pescador dice haber contabilizado 38 autos en el sector de la desembocadura del río. Para el mediodía muchos ya no estaban. El mar se los dejó para sí como trofeo de guerra. ¿Cuántos cuerpos seguirán todavía atrapados dentro de sus vehículos en el fondo del mar? Es difícil saberlo.


La tierra se seguía moviendo. Y en Curanipe continuaban apareciendo víctimas. No nos pudimos acercar. Se había dispuesto que la prensa no superara una barrera de 500 metros del hallazgo de cadáveres. No se trata de ser morboso, pero no recuerdo haber visto ninguna imagen de muertos a consecuencia de la tragedia. Es mejor así. Para todos. Preferible el retrato de una niña que sobrevivió a la catástrofe que la de un chileno que murió en el intento.


Regresamos a Constitución para seguir viaje a Santiago. Hay tantas historias como sobrevivientes. La familia de “Toto” Rojas nos cuenta su noche de terror y la dramática búsqueda, entre sollozos, de Camila Rojas, su hija. La buscaron entre los escombros de la casa de un familiar. La creían muerta. Al día siguiente la encontraron viva en la punta de un cerro. David Cáceres relata lo que les dijo a su mujer y a su hijo cuando la gran ola avanzaba sobre ellos: “Abracémonos y muramos juntos”. No sabe de dónde sacó fuerza para un último esfuerzo y encaramarse a un cerro, desde donde vio cómo el mar borraba del mapa su restaurante, dejándolo sin un peso, sin casa y sin trabajo.

Pero hay quienes todavía siguen buscando. En la ribera del Maule el mar parece haber dado una dentellada. Sofía Monsalve (37) limpia un álbum de fotos que un vecino encontró a casi doscientos metros de dónde estaba su casa. Trata de hallar un retrato de su hijo menor, de sólo cuatro años. Intentaron ganarle al tsunami huyendo río arriba en dos lanchas que ocupaban para pasear a los turistas. En la María Dolores alcanzaron a subirse ella, su marido y su suegra. Al Simón lo hizo su suegro, el famoso Gringo, con sus dos nietos. La cuerda se enredó en el motor y nunca pudo hacerlo arrancar. “El río hizo lo que quiso con ellos”, dice. La María Dolores fundió el motor, pero se salvaron todos. Del Simón sólo libró con vida el hijo mayor. Dos días después del maremoto, la propia Sofía encontró el cuerpo del Gringo cerca de Rancho Astillero. Todavía tenía la rama de un árbol agarrada en la mano izquierda y entre el brazo izquierdo y su pecho se intuía la ausencia del pequeño cuerpo de su nieto.

La vuelta a Santiago es silenciosa. Lentamente abandonamos el escenario de guerra. A los muertos que vuelven con nosotros, anteponemos la imagen de la centenaria Agustina Jaramillo. Tenemos miedo, pero seguimos vivos.